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LA VIDA PADRE: Bilbao, cocina y relaciones paternofiliales en dos generaciones – Crítica




Si ponemos la mirada hacia atrás en el tiempo, nos damos cuenta de todo aquello que ya es tiempo pasado y que se queda tan solo en un recuerdo. La evolución que ha experimentado el País Vasco entre los años 90 y la actualidad es un claro reflejo de ello. La industrialización, el clima grisáceo, la lluvia diaria o la presencia de ETA han pasado a ser asuntos secundarios frente a un ambiente soleado de hoy en día que ha atestiguado una fuerte transformación urbana y también inversionista.

La ciudad de Bilbao, como sinécdoque del País Vasco, ha resultado ser un destino que poco tiene que ver ya con respecto a lo que era hace 30 años. Bajo este contexto, ¿Qué pasaría si viviéramos en 1990 y de repente nos transportáramos a 2022? ¿Cómo reaccionaríamos al ver ante nuestros ojos nuevas construcciones arquitectónicas impensables tiempo atrás como el Guggenheim o la entrada de las líneas de metro y tranvía bilbaínas?



Este drástico cambio lo presencia Juan (Karra Elejalde), quien dirige un restaurante de reputación en la villa vasca en 1990 y del que no se sabe nada después de que un fallo garrafal en la cocina arruinara su negocio. Ahora, en la década de 2020, su hijo Mikel (Enric Auquer) es quien toma las riendas sueltas de un establecimiento cuyo arte culinario ha sido totalmente reconvertido a lo moderno. Todo esto no será como antes cuando Mikel reciba la inesperada visita de su padre, quien le dará la vuelta a la tortilla, dicho sea de paso, a aquel negocio que fue reemprendido por su hijo.

La relación entre ambos personajes es lo que más minutos juega en pantalla. Mikel, preocupado por la imagen, con la mirada puesta hacia el futuro, con posesiones de lujo y con un look tan pijo con el “que parece madrileño”, y Juan, descuidado de estética, con la mirada puesta hacia el pasado, sin hogar y con una vestimenta de andar por casa, personifican a las dos Españas y se complementan de una manera en la que cubren las carencias del uno y del otro. 



Toda esta unión entre padre e hijo es llevada a cabo a través de un uso del humor en el que no faltan chistes dirigidos hacia las nuevas tendencias, en ocasiones pomposas, de la actualidad con respecto a finales del siglo pasado. Esto lo acapara un Karra Elejalde cuyos comentarios van orientados a los dispositivos electrónicos que tiene Mikel en todas las partes de la casa, así como las comunidades pijas.

A diferencia de la comedia, el empleo del drama no cobra la misma suerte. Esta seriedad la cubren personajes secundarios como Nagore (Megan Montaner), Ander (Lander Otaola), Rosa (Maribel Salas) e Ignacio (Gorka Aguinagalde), cuya participación no es la suficiente como para calar entre el público, que va a anteponer el ingenio frente a la gracia, y se ha visto ensombrecida por las ocurrencias entre Karra Elejalde y Enric Auquer.



Los personajes no podrían actuar de la manera en la que lo hacen si no fuera por dos capas. La primera es la ya comentada cocina con un restaurante que ha pasado -y se ha visto modificado- de generación en generación. Debido a que veamos su apariencia en dos periodos diferentes, sus dos distintos dueños y, en consecuencia, sus nuevos menús por ofrecer, se convierte en una personalidad más del filme sin la que sería imposible comprender las inquietudes de sus protagonistas.

Pero, al mismo tiempo, esto tampoco se entendería sin su segunda y última capa. La villa de Bilbao, al igual que ha influido en relación con la apariencia que transmite, tiene inevitablemente su peso en las maneras de pensar de Juan y, por contra, de Mikel y el resto de personajes. De hecho, sin la presencia de la ciudad, otro personaje más, no hubiera habido nada sobre lo que se hubiera podido sostener algo tan simple como los chistes y comentarios de Karra Elejalde.





La vida padre es una propuesta para que le prestemos más importancia a nuestras relaciones paternofiliales. Pese a que tengamos en el foco el restaurante que históricamente ha sido nuestra fuente de ingresos, también hay que entender que, por mucha discrepancia que haya entre optar por el clásico solomillo con patatas fritas o ese ingrediente nuevo que viene de Asia, no hay nada mejor que el hecho de que padre e hijo se unan para cocinar un plato en el que se deje reflejado el amor que existe entre ambos.

-Víctor Vicente

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